lunes, 22 de diciembre de 2008

jueves, 18 de septiembre de 2008

Conejos blancos, de Leonora Carrington

Este cuento lo leí en el verano, única época del año en la que me dedico a leer por gusto. Lo subo porque varias veces intenté hallar por Internet
algún dato interesante sobre él pero nunca tuve éxito. Entonces, pensé que quizás alguno de ustedes podría ayudarme. (Y sí, me tomé el trabajo de tipearlo).

Lo saqué del siguiente libro, regalo de una tía para Navidad:




¡Espero que lo disfruten!




Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada con sudor.
La luz nunca era muy fuerte en Pest Pret. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
−¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? −me gritó.
−¿Un poco de qué? −grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
−De carne en mal estado. Carne en descomposición.
−En este momento, no −contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
−¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
−¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? −murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
−Es usted muy amable −prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente−. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
−Tenemos visita muy pocas veces −sonrió la mujer−. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautelosamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
−¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! −canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
−Una acaba encariñándose con ellos −prosiguió la mujer−. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
−Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
−Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro...
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
−¿Ethel? −preguntó con voz bastante débil−. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
−Vamos, Laz; no empecemos −su voz era quejumbrosa−. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
−Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? −de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
−Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
−¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.


Información sobre la autora: http://es.wikipedia.org/wiki/Leonora_Carrington

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Quo Vadis, Lenguaje?

El otro día estábamos en una reunión con amigos y, picada, alcohol, gaseosa y pizza mediante, surgió un debate lingüístico bastante interesante. Lo que desencadenó la discusión fue una alusión a una frase de uno de nuestros profesores de química de la secundaria: “si yo tendría dos moles…”. Como es lógico y debido a nuestra formación, todos comenzamos a reírnos de la brutalidad que simboliza para nosotros el “tendría”. Pero hete aquí que la anfitriona de la velada abrió una puerta al disenso diciendo que en realidad no está mal decir “si yo tendría…”. Un poco horrorizados ante tal afirmación (sobre todo viniendo de una estudiante de Letras), comenzamos a preguntarnos acerca de lo que estaba “bien” y lo que estaba “mal” dicho.

El argumento de nuestra amiga consistía en que, dado que no es una sola persona la que dice “si yo tendría”, sino que la gran mayoría de la gente habla de ese modo, se deduce que no está mal dicho. Otro amigo que participaba en el debate y yo, en cambio, defendíamos una postura más bien dogmática: tiene que haber ciertas reglas gramaticales y ortográficas para que en una comunidad lingüística nos entendamos lo mejor posible; por ende, esas reglas deben ser respetadas para que los malentendidos que pudieran llegar a existir sean mínimos.

Pero, una vez más, nuestra amiga nos lanzó una pregunta que nos dejó completamente desarmados: ¿qué es lo que está bien y lo que está mal? En parte, me parece interesante resaltar esta intimación, porque lo que en el fondo pone en jaque es la esencia misma del lenguaje: ¿por qué debemos pensar al lenguaje como algo rígido, si en verdad vemos que el mismo está vivo y se va adaptando según las necesidades de una determinada comunidad? Tomando un ejemplo, si las reglas gramaticales debieran ser siempre respetadas a toda costa, hoy en día estaríamos comunicándonos en latín, cuando en realidad sucedió algo mucho más complejo: el latín se fue dispersando y contaminando y así surgieron el portugués, el francés, el italiano, el castellano, etc.

Entonces, ¿qué debemos pensar, amiguitos? ¿Está bien o está mal? ¿Tiene que haber reglas o debemos dejar al lenguaje en paz (ya bastante podrido lo tenemos con todas estas discusiones)? Tal vez podríamos preguntarnos, por ejemplo, y volviendo al planteo de nuestra amiga, por qué la mayoría de la gente dice “si yo tendría…” en vez de “si yo tuviera…”. ¿Por qué la mayor parte de las personas se comunica “erróneamente”? ¿Por qué no es al revés y la mayoría dice “si yo tuviera…”?

En este punto, también vale la pena recalcar el papel de la educación. Supuestamente, en la escuela (primaria y secundaria) deben enseñarnos a leer y a escribir correctamente, es decir, siguiendo una serie de pautas pactadas en nuestra sociedad. Pero, ¿y si eso no sucede? ¿Y si egresamos de la secundaria sin adentrarnos en estos detalles y sin saber diferenciar un adjetivo de un adverbio? ¿Qué podemos decir? ¿Que la calidad educativa es más bien mediocre, por ejemplo? Y aquí es cuando caemos en el viejo debate: ¿para qué está la escuela hoy en día: para enseñarnos a hablar correctamente o para contener a los alumnos con las problemáticas que acechan a una sociedad tan deteriorada como la nuestra?

Pero volviendo al tema del banquete, otra vez nuestra querida anfitriona nos dio donde más nos dolía: “¿vos te pensás que el “che” existía antes?”. Lo que en ese momento manifesté yo fue que quizás deberíamos diferenciar lo que es la creación de una nueva palabra de lo que es un error gramatical (para no mezclar terrenos, entiéndase). Pero, de nuevo, ¿cómo podemos asegurar que este vocablo nació porque sí y que no es producto de un error? ¿No habría que ser un ser todopoderoso para poder afirmar tal cosa, una suerte de Dios? ¿Cómo sabemos la forma en que surgió la expresión “che” que tanto usamos hoy en día? Porque, en definitiva, podría haber sido un error gramatical que se fue instalando debido a que la mayoría de las personas, para poder entenderse, comenzó a decir: “¡che!”

Y para cerrar esta controversia y seguir disfrutando de la jarana, la moraleja que me gustaría llevarme de aquí sería, entonces, que hay cosas que se escapan del control de los seres humanos y que, por más que se imponga una serie de reglas, éstas son sólo transitorias, puesto que en cualquier momento este rompecabezas puede volver a desarmarse y a armarse, a destruirse y a construirse.



Realización audiovisual




Éste es el afiche del corto que grabamos con Tato y Matías en el taller de video de la secundaria en el 2007. No sé qué hubiera sido de él sin la ayuda de nuestra profesora, Florencia Fernández Feijóo, y sin Lucho, quien, imperturbable, nos observaba trabajar arduamente con su rostro enmarcado.


¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡GRACIAS LUCHO!!!!!!!!!!


(Y yo también robé la imagen de : http://www.fotolog.com/eltatismo/).

domingo, 31 de agosto de 2008

Entrevista a una madre reciente



La siguiente entrevista es un trabajo que hice para la cátedra de Salud Mental cuando estudiaba Medicina. La tarea consistía en mantener una conversación con una mujer que hubiera parido recientemente y preguntarle, entre otras cosas, cómo se sentía y cómo había sido el parto; como así también observar cómo era la relación entre ella y su hijo. Me pareció una buena experiencia haberlo hecho, así que lo quería compartir con ustedes. ¡Ahí les va!


Para realizar este trabajo práctico me dirigí el lunes 19 de mayo al Hospital de Clínicas José de San Martín junto con otros compañeros de la misma materia. Sin suerte, todos tuvimos que marcharnos debido a asuntos burocráticos que nos impidieron realizar la entrevista.
Dos días después, fui por mi cuenta al Hospital General de Agudos Parmenio Piñero, ubicado en el barrio de Flores. Luego de atravesar distintos sectores dentro del Hospital, en los cuales no encontraba a nadie que me pudiera guiar, logré pasar a la sala donde estaban las parturientas gracias a la ayuda de dos enfermeras con las que me encontré en un pasillo de Maternidad.



La sala era grande y luminosa, y tenía alrededor de veinte camas; algunas de ellas estaban vacías y en otras se observaban mujeres durmiendo, amamantando a los recién nacidos o rodeadas de familiares. Luego de dar un vistazo general, decidí dirigirme hacia una mujer que no estaba acompañada, excepto por su bebé, a quien tenía en brazos. Le expliqué que era estudiante de la carrera de Medicina, y que debía realizar una entrevista a una madre reciente para la materia en cuestión; le pregunté si me permitía unos minutos de su tiempo para hacerle ciertas preguntas y ella accedió tímidamente, colocando al bebé en la cuna. Me senté en una silla y comencé la entrevista, la cual duraría veinte minutos.
Le pregunté en primer lugar cómo se llamaba el bebé y cuándo había nacido exactamente. El niño se llamaba Axel y había nacido la mañana del martes 20 de mayo, alrededor de las once de la mañana.

-¿Y cómo lo vivió usted?
-Y... fue fuerte.
-¿Es su primer hijo?
-No, el segundo.
-¿Cuántos años tiene el primero?
-Ocho.
-¿Y ya lo vio al hermanito?
-No, todavía no.

Me explicó que ella era de Bolivia, y que había venido a Argentina hacía tres años. Se llamaba Valeria y estaba viviendo en Avenida Rivadavia y Goya junto con su marido y su otro hijo, el cual había nacido en Bolivia.

-¿El otro también fue parto normal?
-Sí, pero nació dado vuelta, de piernas.

Por momentos el bebé lloraba y ella lo amamantaba, aunque tenía poca leche.

-¿Por qué puede ser eso?
-Porque no estamos tomando mucha sopa, y él necesita hidratarse.
-¿Con el otro también le pasaba eso?
-Sí, también.

En verdad, me resultaba complicado hacer la entrevista: la mujer hablaba muy bajo y me parecía un tanto monosilábica. Parecía como si le resultara incómodo estar hablando conmigo. Muchas veces no nos oíamos bien y teníamos que preguntarnos varias veces qué habíamos querido decir. Otras, nos quedábamos minutos enteros sin pronunciar una palabra. Por mi parte, sentía que se me agotaban las preguntas.

-¿Y el padre lo vio?
-Sí.
-¿Está trabajando ahora?
-Sí.
-¿Y va a venir hoy?
-Sí, a la tarde.
-¿Con su otro hijo?
-Con mi hija.
-¡Ah! ¿Es una nena?
-Sí.

Como se ve, había problemas de comunicación entre nosotras.

-¿Y cuándo se enteró del sexo del bebé?
-Y... a ver... en septiembre más o menos.

Me resultó extraño que me respondiera esto, habiendo parido en el mes de mayo, pero prefería no seguir insistiendo porque me sentía un tanto invasiva a esa altura de la entrevista.

-¿Tenía alguna preferencia por el sexo, quería que fuera nena, o nene...?
-No.
-¿Y su marido?
-No, no pensábamos en eso.
-¿Y su otra hija cómo tomó el hecho de que iba a tener un hermanito?
-Bien, pues...

Después de unos segundos, seguí con mis preguntas:

-¿Y está conforme con la atención médica?
-Sí.
-¿Vienen seguido a verlo los médicos, o las enfermeras?
-Sí.
-¿Con la comida también está conforme?
-Sí.
-¿Durante el embarazo vino a tratarse a este hospital también?
-No, hice un tratamiento en otro lugar.

Otra vez, el bebé lloraba y ella lo colocaba en su pecho.

-Ay, lastima –se quejaba mientras el bebé chupeteaba.
-Tiene hambre...
-Sí.
-¿Y cada cuánto come más o menos?
-Y... no llega a la hora.

-¿Y usted trabaja? –le pregunté, con la intención de que me contara cómo era su vida y cómo se adaptaría nuevamente a tener un hijo recién nacido.
-No.
-¿Y cómo hace para ir al baño? ¿Se lo deja a las enfermeras?
-No. Si están todos acá...

Finalmente, cuando el bebé lloraba mucho, preferí darle las gracias a la mujer y me despedí.

Como conclusión, puede decirse que, a pesar de las trabas en la comunicación, el trabajo en sí fue una experiencia enriquecedora que me permitió adentrarme en la vida hospitalaria y el trato con pacientes.

Dios=Él


La dominancia de lo masculino sobre lo femenino es un aspecto con el cual tenemos que lidiar día a día las mujeres, y también los hombres. ¿Alguna vez se preguntaron, por ejemplo, por qué será que la mayor parte de los presidentes y de los gobernadores son varones? Mi intención no es quejarme ni hacer una larga lista de los defectos de la sociedad ni gritar enfurecida desde lo alto de un cerro con los brazos extendidos: “¡¿Por qué me tocó vivir en esta civilización?!”. Tampoco me interesa hacer una apología del feminismo. Simple y sencillamente me parece interesante prestarle un poco de atención a estas cuestiones.
Ejemplos de esta especie de machismo encontramos en casi todos los ámbitos. Hasta en el lenguaje mismo es posible captarlo. Tomemos un caso. Tenemos a una persona A (mujer) y a una persona B (hombre) y queremos nombrarlas en una misma palabra. La expresión utilizada podría ser, por ejemplo, “ambos”. Ahora bien, ¿por qué si tenemos a una mujer y a un hombre y nos queremos referir a ellos en un mismo término decimos “ambos” en vez de “ambas”? ¿Por qué no habrá una forma intermedia que permita decir “él” y “ella” en un mismo vocablo?
Hay palabras que ni siquiera admiten forma femenina en el lenguaje: “profesora” en francés o “médica” en italiano no existen. Hay otras que siendo usadas en femenino difieren bastante de su significado en masculino: la palabra “puta” se utiliza para nombrar a una mujer que ofrece su cuerpo a cambio de dinero; sin embargo, “puto” se usa en un sentido distinto.
También tenemos ejemplos de este tipo en el deporte. ¿Por qué será que a las mujeres (o, por lo menos, a la gran mayoría de las mujeres) nunca nos enseñaron a jugar al fútbol cuando éramos chicas? ¿Será que somos menos habilidosas con las piernas o que no estamos “diseñadas” genéticamente para el deporte como lo están los varones?
En cuanto al terreno político, tan sólo recordemos cuándo empezó a votar el hombre y cuándo la mujer. Ni siquiera es necesario nombrar las atrocidades que se cometen contra las mujeres en el mundo islámico.
En fin, creo que muchas mujeres coincidimos en que muchas veces quedamos sometidas a una posición de inferioridad con respecto al hombre. Me inclinaría a pensar que esto se debe a una cuestión histórico-social que se viene arrastrando desde hace siglos, pero la pregunta es: ¿por qué?




Esta nota, ahora levemente modificada, fue publicada en la revista Circunstancia. Es lo que tenemos del CNBA en el 2006, de la mano del compañero Luciano Salerno (eso sonó muy peronista).