miércoles, 3 de septiembre de 2008

Quo Vadis, Lenguaje?

El otro día estábamos en una reunión con amigos y, picada, alcohol, gaseosa y pizza mediante, surgió un debate lingüístico bastante interesante. Lo que desencadenó la discusión fue una alusión a una frase de uno de nuestros profesores de química de la secundaria: “si yo tendría dos moles…”. Como es lógico y debido a nuestra formación, todos comenzamos a reírnos de la brutalidad que simboliza para nosotros el “tendría”. Pero hete aquí que la anfitriona de la velada abrió una puerta al disenso diciendo que en realidad no está mal decir “si yo tendría…”. Un poco horrorizados ante tal afirmación (sobre todo viniendo de una estudiante de Letras), comenzamos a preguntarnos acerca de lo que estaba “bien” y lo que estaba “mal” dicho.

El argumento de nuestra amiga consistía en que, dado que no es una sola persona la que dice “si yo tendría”, sino que la gran mayoría de la gente habla de ese modo, se deduce que no está mal dicho. Otro amigo que participaba en el debate y yo, en cambio, defendíamos una postura más bien dogmática: tiene que haber ciertas reglas gramaticales y ortográficas para que en una comunidad lingüística nos entendamos lo mejor posible; por ende, esas reglas deben ser respetadas para que los malentendidos que pudieran llegar a existir sean mínimos.

Pero, una vez más, nuestra amiga nos lanzó una pregunta que nos dejó completamente desarmados: ¿qué es lo que está bien y lo que está mal? En parte, me parece interesante resaltar esta intimación, porque lo que en el fondo pone en jaque es la esencia misma del lenguaje: ¿por qué debemos pensar al lenguaje como algo rígido, si en verdad vemos que el mismo está vivo y se va adaptando según las necesidades de una determinada comunidad? Tomando un ejemplo, si las reglas gramaticales debieran ser siempre respetadas a toda costa, hoy en día estaríamos comunicándonos en latín, cuando en realidad sucedió algo mucho más complejo: el latín se fue dispersando y contaminando y así surgieron el portugués, el francés, el italiano, el castellano, etc.

Entonces, ¿qué debemos pensar, amiguitos? ¿Está bien o está mal? ¿Tiene que haber reglas o debemos dejar al lenguaje en paz (ya bastante podrido lo tenemos con todas estas discusiones)? Tal vez podríamos preguntarnos, por ejemplo, y volviendo al planteo de nuestra amiga, por qué la mayoría de la gente dice “si yo tendría…” en vez de “si yo tuviera…”. ¿Por qué la mayor parte de las personas se comunica “erróneamente”? ¿Por qué no es al revés y la mayoría dice “si yo tuviera…”?

En este punto, también vale la pena recalcar el papel de la educación. Supuestamente, en la escuela (primaria y secundaria) deben enseñarnos a leer y a escribir correctamente, es decir, siguiendo una serie de pautas pactadas en nuestra sociedad. Pero, ¿y si eso no sucede? ¿Y si egresamos de la secundaria sin adentrarnos en estos detalles y sin saber diferenciar un adjetivo de un adverbio? ¿Qué podemos decir? ¿Que la calidad educativa es más bien mediocre, por ejemplo? Y aquí es cuando caemos en el viejo debate: ¿para qué está la escuela hoy en día: para enseñarnos a hablar correctamente o para contener a los alumnos con las problemáticas que acechan a una sociedad tan deteriorada como la nuestra?

Pero volviendo al tema del banquete, otra vez nuestra querida anfitriona nos dio donde más nos dolía: “¿vos te pensás que el “che” existía antes?”. Lo que en ese momento manifesté yo fue que quizás deberíamos diferenciar lo que es la creación de una nueva palabra de lo que es un error gramatical (para no mezclar terrenos, entiéndase). Pero, de nuevo, ¿cómo podemos asegurar que este vocablo nació porque sí y que no es producto de un error? ¿No habría que ser un ser todopoderoso para poder afirmar tal cosa, una suerte de Dios? ¿Cómo sabemos la forma en que surgió la expresión “che” que tanto usamos hoy en día? Porque, en definitiva, podría haber sido un error gramatical que se fue instalando debido a que la mayoría de las personas, para poder entenderse, comenzó a decir: “¡che!”

Y para cerrar esta controversia y seguir disfrutando de la jarana, la moraleja que me gustaría llevarme de aquí sería, entonces, que hay cosas que se escapan del control de los seres humanos y que, por más que se imponga una serie de reglas, éstas son sólo transitorias, puesto que en cualquier momento este rompecabezas puede volver a desarmarse y a armarse, a destruirse y a construirse.



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