jueves, 18 de septiembre de 2008

Conejos blancos, de Leonora Carrington

Este cuento lo leí en el verano, única época del año en la que me dedico a leer por gusto. Lo subo porque varias veces intenté hallar por Internet
algún dato interesante sobre él pero nunca tuve éxito. Entonces, pensé que quizás alguno de ustedes podría ayudarme. (Y sí, me tomé el trabajo de tipearlo).

Lo saqué del siguiente libro, regalo de una tía para Navidad:




¡Espero que lo disfruten!




Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada con sudor.
La luz nunca era muy fuerte en Pest Pret. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
−¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? −me gritó.
−¿Un poco de qué? −grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
−De carne en mal estado. Carne en descomposición.
−En este momento, no −contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
−¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
−¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? −murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
−Es usted muy amable −prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente−. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
−Tenemos visita muy pocas veces −sonrió la mujer−. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautelosamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
−¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! −canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
−Una acaba encariñándose con ellos −prosiguió la mujer−. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
−Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
−Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro...
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
−¿Ethel? −preguntó con voz bastante débil−. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
−Vamos, Laz; no empecemos −su voz era quejumbrosa−. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
−Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? −de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
−Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
−¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.


Información sobre la autora: http://es.wikipedia.org/wiki/Leonora_Carrington

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Quo Vadis, Lenguaje?

El otro día estábamos en una reunión con amigos y, picada, alcohol, gaseosa y pizza mediante, surgió un debate lingüístico bastante interesante. Lo que desencadenó la discusión fue una alusión a una frase de uno de nuestros profesores de química de la secundaria: “si yo tendría dos moles…”. Como es lógico y debido a nuestra formación, todos comenzamos a reírnos de la brutalidad que simboliza para nosotros el “tendría”. Pero hete aquí que la anfitriona de la velada abrió una puerta al disenso diciendo que en realidad no está mal decir “si yo tendría…”. Un poco horrorizados ante tal afirmación (sobre todo viniendo de una estudiante de Letras), comenzamos a preguntarnos acerca de lo que estaba “bien” y lo que estaba “mal” dicho.

El argumento de nuestra amiga consistía en que, dado que no es una sola persona la que dice “si yo tendría”, sino que la gran mayoría de la gente habla de ese modo, se deduce que no está mal dicho. Otro amigo que participaba en el debate y yo, en cambio, defendíamos una postura más bien dogmática: tiene que haber ciertas reglas gramaticales y ortográficas para que en una comunidad lingüística nos entendamos lo mejor posible; por ende, esas reglas deben ser respetadas para que los malentendidos que pudieran llegar a existir sean mínimos.

Pero, una vez más, nuestra amiga nos lanzó una pregunta que nos dejó completamente desarmados: ¿qué es lo que está bien y lo que está mal? En parte, me parece interesante resaltar esta intimación, porque lo que en el fondo pone en jaque es la esencia misma del lenguaje: ¿por qué debemos pensar al lenguaje como algo rígido, si en verdad vemos que el mismo está vivo y se va adaptando según las necesidades de una determinada comunidad? Tomando un ejemplo, si las reglas gramaticales debieran ser siempre respetadas a toda costa, hoy en día estaríamos comunicándonos en latín, cuando en realidad sucedió algo mucho más complejo: el latín se fue dispersando y contaminando y así surgieron el portugués, el francés, el italiano, el castellano, etc.

Entonces, ¿qué debemos pensar, amiguitos? ¿Está bien o está mal? ¿Tiene que haber reglas o debemos dejar al lenguaje en paz (ya bastante podrido lo tenemos con todas estas discusiones)? Tal vez podríamos preguntarnos, por ejemplo, y volviendo al planteo de nuestra amiga, por qué la mayoría de la gente dice “si yo tendría…” en vez de “si yo tuviera…”. ¿Por qué la mayor parte de las personas se comunica “erróneamente”? ¿Por qué no es al revés y la mayoría dice “si yo tuviera…”?

En este punto, también vale la pena recalcar el papel de la educación. Supuestamente, en la escuela (primaria y secundaria) deben enseñarnos a leer y a escribir correctamente, es decir, siguiendo una serie de pautas pactadas en nuestra sociedad. Pero, ¿y si eso no sucede? ¿Y si egresamos de la secundaria sin adentrarnos en estos detalles y sin saber diferenciar un adjetivo de un adverbio? ¿Qué podemos decir? ¿Que la calidad educativa es más bien mediocre, por ejemplo? Y aquí es cuando caemos en el viejo debate: ¿para qué está la escuela hoy en día: para enseñarnos a hablar correctamente o para contener a los alumnos con las problemáticas que acechan a una sociedad tan deteriorada como la nuestra?

Pero volviendo al tema del banquete, otra vez nuestra querida anfitriona nos dio donde más nos dolía: “¿vos te pensás que el “che” existía antes?”. Lo que en ese momento manifesté yo fue que quizás deberíamos diferenciar lo que es la creación de una nueva palabra de lo que es un error gramatical (para no mezclar terrenos, entiéndase). Pero, de nuevo, ¿cómo podemos asegurar que este vocablo nació porque sí y que no es producto de un error? ¿No habría que ser un ser todopoderoso para poder afirmar tal cosa, una suerte de Dios? ¿Cómo sabemos la forma en que surgió la expresión “che” que tanto usamos hoy en día? Porque, en definitiva, podría haber sido un error gramatical que se fue instalando debido a que la mayoría de las personas, para poder entenderse, comenzó a decir: “¡che!”

Y para cerrar esta controversia y seguir disfrutando de la jarana, la moraleja que me gustaría llevarme de aquí sería, entonces, que hay cosas que se escapan del control de los seres humanos y que, por más que se imponga una serie de reglas, éstas son sólo transitorias, puesto que en cualquier momento este rompecabezas puede volver a desarmarse y a armarse, a destruirse y a construirse.



Realización audiovisual




Éste es el afiche del corto que grabamos con Tato y Matías en el taller de video de la secundaria en el 2007. No sé qué hubiera sido de él sin la ayuda de nuestra profesora, Florencia Fernández Feijóo, y sin Lucho, quien, imperturbable, nos observaba trabajar arduamente con su rostro enmarcado.


¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡GRACIAS LUCHO!!!!!!!!!!


(Y yo también robé la imagen de : http://www.fotolog.com/eltatismo/).